Viejos cazadores
- Justin Jaquith
- 12 may 2020
- 6 Min. de lectura
El calor pesa, pensó Ken mientras alistó su rifle. Eran las cuatro de la tarde y se le antojaba más la cacería que labrar en el campo. Todavía faltaban dos meses para la cosecha; no había quehaceres urgentes, y unas horas en el bosque le ayudarían a refrescarse. Un conejo para cenar, o un venado, si tuviera suerte.
Se dirigió al bosque que bordeaba su rancho y caminó, solitario y atento, bajo la sombra de los pinos. Cincuenta años atrás, de adolescente, había ayudado a su padre a deforestar los campos que hoy eran suyos. El bosque no le daba miedo, pero a lo largo de los años había ganado su respeto.
Caminó un largo rato hasta que percibió, a distancia, una fila de vegetación que indicaba la presencia de un arroyo. Hacía años, tal vez una década, que no venía a esta parte del bosque. Era otro mundo. Hasta aquí nadie llegaba, solo los animales y el viento.
Se acercó al arroyo. Los conejos y los venados se esconden de día en lugares así. Se metió entre ramas cada vez más densas y apretadas. Curiosamente, el viento que antes movía las hojas ya no se sentía. Más curiosamente, ya no se escuchaba el ruido ni de pájaros ni de insectos. De la nada, y sin razón, sintió que los vellos de la nuca se le erizaron. El silencio pesa más que el calor, pensó Ken.
No encontró ni siquiera una ardilla. Qué extraño, pero así es la cacería. Llegó a la orilla del arroyo, un barranco de tres o cuatro metros de altura. El riachuelo abajo salpicaba y borboteaba entre piedras, sonido sutil en un bosque callado.
Buscó dónde cruzar y encontró un árbol caído que puenteaba el arroyo. Seco, nada resbaloso, sólido. Colgó su rifle en su hombro y se trepó. Ya no era tan joven pero todavía tenía bastante fuerza y equilibrio.
A medio arroyo, un fuerte chasquido rompió el silencio. El árbol seco partió en dos y el hombre cayó entre piedras y agua. Un segundo chasquido que sólo el hombre escuchó le avisó, antes que el dolor, que su pierna izquierda estaba tan quebrada como el árbol.
Con dificultad logró extraerse de entre las piedras, arrastrando su pierna. Localizó su rifle bajo treinta centímetros de agua. Así de mojado no iba a funcionar; tenía que secarse. Había extraviado por completo la cajita de balas que llevaba en su bolsillo.
Miró hacia arriba: los tres metros parecían cien. Sabía que escalar la ladera le era imposible.
Estaba a unos tres kilómetros de su casa, calculó. Nadie venía por él; nadie sabía dónde estaba. El dolor era casi insoportable, pero Ken rehusó pensarlo. Admitir debilidad era cederle el control.
Se acercaba la noche y tenía que empezar el viaje a casa. Encontró un palo al lado del arroyo y, con su cinturón, lo amarró a su pierna como férula provisional. Gritó sin querer cuando apretó el cinturón; un rugido humano que rompió el silencio, reverberó entre los árboles y desapareció sin rastro.
Decidió seguir el arroyo en dirección de su granja mientras buscaba un punto donde podía escalar. Gateaba, más que nada; a veces intentaba cojear, apoyándose en un palo, pero siempre terminaba de rodillas. No había avanzado ni cincuenta metros cuando se percató de movimientos leves entre la vegetación arriba.
Ken vio los ojos del lobo antes que otra cosa. Le seguían desde arriba. Fríos, viejos, deliberados. Y hambrientos. Entre los ojos, una nariz canosa; este lobo ya tenia sus años también. Con razón el bosque estaba tan silencioso: los conejos y los venados saben esconderse ante los depredadores. Solo los humanos se creen invencibles.
No había manera de huir ni de esconderse. El lobo no podía descender la ladera, pero desde arriba lo miraba, midiendo cada movimiento. Durante largos minutos, ambos calcularon sus opciones.
Por fin Ken decidió retomar su viaje. Pegado a la ribera, avanzó centímetro por centímetro, un ojo al camino por delante, buscando la ruta menos apedreada, el otro al lobo que le seguía desde la seguridad de los árboles arriba.
El animal también cojeaba, notó Ken. Y estaba solo. Los lobos cazan en manadas. Seguramente lo habían abandonado por viejo o enfermo. Moriría de hambre, y la desesperación lo había llevado a buscar una presa fácil. La ironía le hizo sonreír. Un viejo cazador acechando a otro viejo cazador. A ver cuál iba a ganar.
Mientras caminaba, Ken hizo un inventario de sus defensas. Tenía su cuchillo y un rifle mojado, con una bala nada más. Ya casi era noche y no tenía manera de hacer fuego.
Así recorrieron un kilómetro completo, el lobo arriba del arroyo, el hombre abajo. Anocheció y pronto la luna convirtió el bosque en un mundo fantástico de sombras y monstruos. Ken no se detuvo. Parar era morir a mordidas.
Cuando las curvas del arroyo lo empezaron a alejar de su casa, yo no le quedaba opción: tuvo que escalar la ladera, que ya no estaba tan empinada como antes. Puso su cuchillo entre sus dientes. Le serviría no solo para defenderse, sino para aguantar el dolor.
Alcanzó la cima y buscó por todos lados la furtiva presencia de su oponente, pero no había nada. Seguramente ahí estaba, entre árboles y oscuridad, pero no se dejaba percibir. Ken sabía que esperaría el momento oportuno. La astucia, no la fuerza, predomina en la vejez.
El lobo atacó sin aviso y sin ruido. Ken sintió una brisa viva rozar su cara y, un instante después, el calor del animal le cayó encima. Se revolcaron en el suelo, animal y humano, en abrazo íntimo y feroz. Por instinto, Ken cubrió su cuello con su brazo, y al instante recibió en su antebrazo la mordida. Con la otra mano tomó el cuchillo y apuñaló hacia el calor. Le dio en el costado; una herida superficial, pero suficiente para espantarlo.
El lobo desapareció en la oscuridad y Ken recogió su cuchillo y su rifle. Había ganado esta ronda, pero el lobo iba a regresar. Los cazadores no se dejan vencer tan fácilmente.
El peligro nocturno era demasiado. Sin lámpara y sin fuego, el lobo tenía la ventaja. Ken logró treparse en una rama baja de un roble, y ahí pasó la noche. No durmió —aún si quisiera, el dolor no lo habría permitido— solo vigiló, pero no apareció el lobo.
En la madrugada, cuando el horizonte apenas se pintaba con la luz del sol, Ken descendió del roble y continuó su viaje. Su rifle ya se había secado. Por lo menos contaba con un tiro. Pero con suerte, el lobo ya lo había abandonado.
Sin embargo, fue la suerte lo que le había abandonado, no el lobo. El segundo ataque coincidió con el amanecer, a menos de un kilómetro de su destino. Esta vez, el silencio le advirtió al hombre. Los pájaros y los insectos se callaron repentinamente, como uno solo, y el hombre reaccionó por instinto: sin mirar alrededor, se aventó de lado y empezó a rodar. Dientes blancos y ojos de carbón volaron por el aire, pero el lobo cayó en el suelo, donde el hombre había estado un segundo antes.
Los dos se levantaron en sincronía, miradas entrelazadas, músculos tensos. Tres metros los separaban. El lobo vigilaba con cautela el cuchillo que Ken tenía en su mano derecha, pero el hambre y el antiguo instinto de cazador lo poseían. En cualquier momento atacaría.
Ken se agachó con su pierna sana. La adrenalina que había convertido su corazón en tambor también entumecía el dolor de su pierna. Se sentó, sin bajar ni por un instante su mirada. Pasó el cuchillo a su mano izquierda, y con la derecha, levantó el rifle. Colocó el arma sobre su pierna derecha y lo apuntó al lobo.
En la mira, los ojos del lobo eran más nobles que feroces. Los años le habían quitado la fuerza, pero no la realeza, y sus arrugas contaban infinitas historias del bosque: historias de valentía, de lealtad, de supervivencia.
De repente, cien metros atrás del lobo, Ken vio temblar un par de ramas. Seguramente la manada de lobos había regresado, intuyó en el instante. De mal en peor. Le quedaba una sola bala.
Segundos después, logró distinguir entre las hojas que movían no otro lobo, sino la forma de un venado, y nada más.
Regresó su mirada al lobo, que, percatándose de la distracción del cazador, había empezado a avanzar lentamente, vacilando entre miedo y hambre, dos pasos hacia delante y uno hacia atrás.
Una bala. Ya era hora de terminar con esto. Ken levemente ajustó el rifle y jaló el gatillo. El lobo brincó y corrió. Cien metros atrás, cayó el venado.
Ken se arrastró hasta el cuerpo del venado. Se sentó a su lado sobre un tronco caído y esperó. Media hora pasó, y el lobo volvió a aparecer entre los árboles, pero no se acercó. El hombre se levantó. Le mostró el cuchillo, y luego lo guardó. Tomó su rifle y lo colgó atrás de su hombro, fuera de la vista del lobo. Extendió sus manos, palmas hacía arriba, inofensivo e indefenso, y los dos se quedaron ahí, miradas enlazadas, en respeto mutuo.
El hombre tomó unos pasos atrás y le cedió el lugar. El lobo, ese viejo cazador, caminó hacia el venado y, como manda la naturaleza, empezó a comer.
Y con pasos lentos, el otro viejo cazador desapareció cojeando entre los rayos del alba que señalaban su casa.
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