La estrella de Atenea
- Justin Jaquith
- 7 abr 2021
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 4 oct 2023
Mónica abrió la puerta del auto, y Tomás descendió con exagerada ceremonia, como si fuera el rey Salomón u otro narcisista benevolente más. Su momento de gloria fue interrumpido cuando su gabardina, uniforme obligatorio de un investigador privado, se atoró en la puerta. Casi se cayó, pero fingió que no pasaba nada por si alguien estuviera mirando. Nadie estaba mirando. Eran las siete de la mañana y no había persona alguna en la calle menos un indigente que no tenía tiempo para admirar a los investigadores creídos. Cuando Tomás recuperó su balance y su dignidad, extendió sus brazos y sonrió, abrazando con cariño paterno la escena del crimen. Esto era lo suyo: estudiar los hechos, descifrar los enigmas, recibir los aplausos.
Resignada a la teatralidad de su jefe, Mónica, chofer, asistente y aprendiz sufrida, bajó las pertenencias pertinentes del investigador: su libreta, una cámara fotográfica y otra de video, una bolsa pesada de herramientas de investigación y un latte de vainilla, descafeinado, porque a Tomás la cafeína aceleraba mucho su corazón. Mónica revisó la escena. Estaban en frente de una casa enorme, ostentosa, de esas que presumen tanto la fortuna del propietario como su falta de buen gusto. En la cochera circular, un harén automovilístico esperaba el placer de su dueño: Ferrari, Bentley, Maserati. Todo se veía en orden por fuera, a pesar del robo reciente, el motivo de su visita.
—Vamos a entrar, Mónica, apúrate, tráete las cosas.
Caminaron hacia la casa. Tomás se detuvo para revisar su tupé en el retrovisor de un Ferrari, entonces Mónica llegó primero a la puerta. Tocó el timbre. Un hombre de unos sesenta años la abrió de inmediato. Era el propietario, el señor Alberto Morales, hombre reconocido por sus negocios siempre acertados y sus aventuras románticas siempre desacertadas.
—¡Por fin llegó! —Sr. Morales le dijo a Tomás.— Gracias, sabía que podía contar con usted. Pase, por favor.
Mónica se puso a un lado para que pasara Tomás. Lo iba a seguir, pero el Sr. Morales, distraído, cerró la puerta. Mónica suspiró de nuevo. Gajes del oficio. Los asistentes siempre son invisibles, más aún cuando son mujeres. Balanceando libreta, cámaras, bolsa y café, abrió la puerta y entró. Sr. Morales y Tomás ya estaban sentados en la sala. No le ofrecieron asiento a Mónica, entonces se dedicó a caminar por el cuarto, tomando apuntes y fotos y un reloj de oro que encontró en el piso. Beneficios del oficio.
Sr. Morales estaba hablando, furioso, indignante. —Fue ella. Paola. Estoy seguro. Siempre se llevan algo cuando desaparecen así, pero ésta se pasó de lanza.
Tomás respondió, —Su esposa se llama Raquel, ¿no? Entonces Paola…
—Exacto. El tema es delicado, por supuesto, por eso le busqué. Como siempre hago en casos así.
—Claro, Sr. Morales, entiendo. Cuente con mi completa discreción, usted sabe. Explíqueme qué pasó y vemos qué hacemos. Le resolveré el caso, se lo aseguro. No se preocupe.
El propietario estafado empezó a contar los detalles importantes. Que su esposa Raquel había salido de viaje, o a Londres o a Los Ángeles (sí le dijo, pero no le había puesto mucha atención, afirmó). Que él siempre dormía sólo, aun cuando tenía alguna “visita” en la casa, porque a su edad ya era difícil pero necesario descansar bien. Que amaneció hoy a las seis porque —a su edad, reiteró— hasta los malditos pájaros en el jardín le despertaban. Que luego bajó a su oficina a trabajar y descubrió todos los cajones abiertos. Revisando entonces la casa, estimaba que, entre joyas, efectivo y su colección de relojes finos, el robo era de casi doscientos mil dólares.
Mientras hablaba, Mónica se asomó por la oficina del señor, ubicada a un lado de la sala. Desde la puerta volteó a ver a los dos hombres: seguían platicando. Ella seguía invisible, como todo asistente, en especial las mujeres. Entró discretamente a la oficina. En una maceta, dejó escondida la cámara de video, luego regresó a la sala.
El Sr. Morales estaba terminando su historia, y Tomás le escuchaba con un aire de empatía fingida. —Entonces, Tomás, ¿qué puedo hacer? No tengo idea a dónde se habrá ido. Y por razones obvias, no puedo ir con la policía.
Tomás no respondió. Solo miraba el techo, cabeza inclinada hacia atrás, los dedos soportando la barbilla. Mónica reconoció la táctica. Los clientes siempre creían que esa mirada vacía indicaba que estaba contemplando las pistas, aplicando sus métodos ingeniosos, misteriosos, milagrosos para resolver el caso. En realidad, se veía vacía la mirada porque estaba vacío el cerebro. No tenía ni idea por dónde empezar.
Mónica levantó la mano para hablar. A Tomás no le gustaba que interrumpiera sus pensamientos, o su falta de ellos, sin permiso.
—Mónica, seguramente estás pensando lo que yo estoy pensando.
—Seguramente.
—¿Por qué no le dices al Sr. Morales lo que pensamos entonces? Y voy corrigiendo los detalles.
Mónica se contuvo. —Por supuesto. Estamos pensando que Paola no quería solamente dinero y relojes, sino buscaba algo más.
—¿Algo más? —replicó el Sr. Morales en voz temblorosa.
¿Algo más? Repetían los ojos de Tomás a Mónica.
—Si. Su diamante. El diamante. La Estrella de Atenea. ¿Está seguro que no lo encontró?
El Sr. Morales se puso pálido. —¡Paola ni sabía de su existencia! Solo le dije a Raquel que lo compré. Y nadie, ni Raquel, sabe dónde lo tengo guardado.
—Más vale que revise usted, —dijo Tomás, con un aire sabio.— Si nosotros supimos de su existencia, otros han de saberlo también.
—Tiene razón, Tomás, como siempre. Por esto todos le buscan. Espéreme aquí.
El Sr. Morales entró a su oficina y cerró la puerta. Cuatro minutos después, salió con una sonrisa. —No se lo llevó. Está a salvo en mi caja fuerte, y nadie sabe la combinación. Ni mi esposa.
—Que buena noticia, señor. —Tomás se puso en pie. —Entonces el reto es recuperar los que se llevó Paola nada más. Ya sé qué hacer. Tengo todo un plan formulado, no se preocupe. Me despido por ahora, pero me comunico con usted más adelante. Vámonos Mónica, apúrate.
Mónica sabía que el único plan de Tomás era preguntarle a ella cuál era su plan, pero no le dijo nada. Volteó con el Sr. Morales. —Disculpe, antes de irnos, solo voy a tomar fotos del escritorio con los cajones abiertos, para la investigación de Tomás. ¿Está bien?
—Por supuesto.
Mónica entró a la oficina. Tomo un par de fotos, y la cámara de la maceta, y un plumón bonito incrustado de oro que encontró sobre el escritorio, y volvió a la sala. Los hombres se estaban despidiendo con elogios mutuos, un rito tardado pero importante para el orgullo masculino. Mientras el Sr. Morales le felicitaba a Tomás por su inteligencia, y Tomás le felicitaba al Sr. Morales por reconocer dicha inteligencia, Mónica recogió la libreta, las cámaras, la bolsa de herramientas de investigación y el latte descafeinado de vainilla.
—Lista, jefe.
En el carro de nuevo, mientras Mónica manejaba, Tomás pensó en voz alta, o hizo el intento. —Aquí tenemos tres preguntas importantes, Mónica. Te explico para que aprendas. Primero, ¿A dónde se habrá ido Paola? Segundo, ¿cómo se enteró del diamante?
Después de unos segundos incómodos de silencio, Mónica le iba a preguntar cuál era la tercera pregunta, pero notó otra vez la mirada vacía del investigador, y mejor se quedó callada. Cuando escuchó ronquidos, sonrió. El ejercicio mental siempre le provocaba cansancio.
Mónica tomó su celular y compuso un mensaje. “Ya tengo la combinación. Dile a Paola que nos vemos hoy en la noche. Todo funcionó de maravilla, Raquel”.
©2021 Justin Jaquith
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