Viajes en carretera
- Justin Jaquith
- 3 dic 2020
- 7 Min. de lectura
Nunca había atropellado a una persona, y el ruido fue más fuerte de lo que se hubiera imaginado. Ojalá no se dañó mucho la carrocería de su Mustang ‘64, pensó Billy, en automático y sin morbo. Un instante después, esa curiosidad instantánea cedió el lugar a la adrenalina, el terror, la culpabilidad; porque doscientos metros atrás, había un muerto, o alguien que pareciera estar muerto. Mientras se aceleraba su corazón, frenaba el carro, hasta detenerse en una nube de polvo.
Había estado manejando demasiado rápido, admitía, porque iba retrasado y tenía una cita de negocios en Las Vegas. Pero ese tonto hombre vestido de hippy apareció de la nada y se cruzó justo cuando iba pasando. ¿Qué diablos hacía alguien aquí, vagando bajo el calor imposible de este maldito desierto, a diez kilómetros del poblado más cercano?
Se echó de reversa y detuvo el coche al lado de la carretera abandonada que había estado recorriendo. Una carretera que, según el barbón levemente fumado que atendía la última gasolinera, le llevaría a Las Vegas “de volada”, y que le iba a ahorrar “fácil dos horas, man, créeme, en esa carretera vas a agarrar vuelo con esta maquinota”.
Cuál vuelo. El único volado era el tipo de la gasolinera. Bueno, se podría decir que el pobre peatón había volado también. Ahora si estaba pensando con morbo, sin duda un efecto de la adrenalina. Era un expeatón, de hecho, porque ya ni peatonaba, ni ambulaba, ni pateaba, solo adornaba el desierto: un montoncito inmóvil descansando en paz entre cactus y piedras; un bocadillo más para los zopilotes que tan pronto ya habían comenzado sus clichés círculos flojos en el cielo.
Billy se bajó del auto. Al lado de la carretera, vio un esqueleto blanqueado, un burro que sin duda llevaba décadas ahí. La aparición se le erizó el vello, pero siguió caminando hasta llegar a la zona de aterrizaje del peatón volador.
Era un joven de tal vez veinticinco años; alto, al parecer, aunque era difícil corroborar eso. Se había caído de lado, y su cuerpo estaba torcido, inerte, desinflado, un hippy de peluche aventado al desierto.
Movido por una mezcla desagradable de ansia, culpa y asco, Billy lo volteó boca arriba para ver si respiraba. Nada. Su piel era seca y manchada, como de cascabel. Sus ojos abiertos estaban vacíos, con la mirada falsa y escalofriante de un muerto.
¿Ahora qué iba a hacer? Esto no era su culpa, pero ya era su problema. No había señal de celular, entonces no podía llamar a nadie. El hombre parecía un vago, un loco, y estaba solo. Podía dejarlo aquí nada más, bajo el sol y la mirada agradecida de los zopilotes. Abandonarlo como carroña, sin embargo, le parecía una falta de respeto, y además huir de la escena de un accidente representaba un riesgo legal.
Pero siendo pragmático, ¿Cuál es la manera correcta de transportar a un muerto? Amarrarlo al cofre, jamás: tendría que estarlo mirando mientras manejaba. Que horror. ¿En el techo, como árbol de Navidad? Tampoco, porque de verdad era muy alto, y sobresaldría o su cabeza o sus pies o sus brazos, o quizá todo. ¿En la cajuela? Peor aún, era muy pequeña y llena de equipaje, y sería feo meterlo ahí como otra maleta más. Echarlo en el asiento de atrás era imposible por razones físicas, porque el Mustang contaba con sólo dos puertas, y maniobrar un muerto entre dos asientos no le parecía práctico. Más porque al rato, con el rigor mortis o quién sabe que cosa, si se le ponía todo tieso, ¿cómo lo habría de sacar?
No le quedaba de otro, entonces, y lo acomodó —con todo respeto— en el asiento del copiloto. Le costó trabajo cerrar la puerta sin golpearle la cabeza, porque por falta de equilibrio propio, el tipo no se quedaba vertical ni dos segundos; pero por fin Billy le abrochó el cinturón, y con eso logró asegurar bien la puerta.
Se sentó en el asiento de chofer y por primera vez miró con calma a su compañero de viaje. Tatuajes, joyería, barba nivel vikingo, pantalones de campana, camisa media abrochada—la imagen estereotípica de los años 60. Billy notó, con cierto alivio, que no presentaba señas obvias del golpe: ni sangre, ni heridas, ni extremidades faltantes. Que bueno. Hubiera sido nauseabundo manejar con un cuerpo mutilado de copiloto. Por lo menos éste era presentable.
Arrancó el carro y manejó por media hora en silencio total. Un muerto es el pasajero ideal, pensó. No interrumpe los pensamientos de uno, no insiste en platicar de babosadas, no pide pararse cada rato para comer o usar el baño. Pero ahora, ¿a dónde lo podía llevar? ¿A un hospital? ¿Al policía? ¿O directo a un cementerio? De hecho, ¿cómo operarían los cementerios? ¿Será a través de reservación, como los restaurantes finos, o atenderán por orden de llegada?
—Dude, tengo mucha sed.
La voz repentina del asiento del copiloto le hizo gritar como una niña, y casi soltó el volante.
El muerto ya no tan muerto se rio lentamente. Su risa era áspera, dísono, como piedras cayéndose en un arroyo, o como el rechinido de motor cuando uno no sabe hacer un cambio de velocidades.
—Cuidado, brother. No vayas a atropellar a otro pobre vago. No es nada cómodo. Créeme, hablo por experiencia.
Poco a poco Billy dejó de gritar, pero no podía control su respiración ni el latir de su corazón. —Qué…cómo…es que… —Sus palabras no se formaban, quedaban abortadas en su lengua.
—Tranquilo, viejo. No me podrás matar. Ahí también hablo por experiencia. Lo he intentado muchas veces.
Billy no contestó, solo siguió manejando. ¿Esto era una pesadilla? ¿Cómo puede un muerto hablar?
—No estoy muerto, respondió el copiloto, como si escuchara sus pensamientos. — Pero tampoco muy vivo, digamos. Un especie de limbo. Es una historia larga; si quieres, luego te la cuento, al final y a cabo, vamos a estar juntos mucho tiempo. ¿A dónde vamos? ¿Oye, no tendrás una cerveza?
—¿Qué dices? ¿Por mucho tiempo? —Billy lo miró en confusión.
El hippy no contestó. Estaba volteado, buscando algo de tomar en al asiento de atrás.
Billy suspiró resignado. —Hay una hielera pequeña detrás de mi asiento. Ahí hay cervezas.
—Que buena onda, dude. Te debo una.
—Te acabo de atropellar, no me debes nada.
—Muy cierto. ¿Te paso una?
—No, gracias. Pero muero por saber —aquí el muerto se rio de nuevo— digo, me urge saber qué está pasando aquí. ¿No puedes morir?
El hippy, que se veía cada vez menos moribundo, tomó un trago y contestó. —Resumo. Ando aquí desde enero del 1968. Todo porque me metí en broncas con un jefe indígena, por culpa de su hija guapísima y libidinosa, porque cuando el suegro nos descubrió aprendiendo juntos de la paz y del amor, me echó encima el curandero, que resultó ser hermano del jefe, y además un curandero muy eficaz, con hechizos muy…creativos. Y bueno. Aquí estoy. No me puedo morir, y el tiempo para mí no avanza. Soy un verdadero traga años. —Volvió a reírse.
Billy no creía en la hechicería, pero contradecir a un recién resucitado no le parecía razonable tampoco. —Pues, si quieres te llevo a algún lado.
—Gracias brother, pero no podrás. Conmigo, todo se detiene y nada se acaba. Los años, los kilómetros, la muerte misma. Todo sigue igual y seguirá igual. Mira hacia atrás.
Billy se asomó por la ventana, y para su horror, vio, veinte metros atrás, el esqueleto blanqueado del desafortunado burro. ¿Cómo era posible, si llevaban treinta minutos manejando a cien kilómetros por hora, con el aire de las ventanas silbando en sus oídos, y la carretera cantando bajo sus llantas como siempre? Quería gritar de nuevo, pero optó por solo lloriquear un poco.
—Te lo dije, amigo. Es un limbo, un limbo desértico. No te preocupes, te vas acostumbrando. El clima es rico, un poco caluroso, pero deja un buen bronceado, y el cielo de noche se ve precioso.
—¿Qué estás diciendo? ¿Que me tendré que quedar contigo? Yo no me metí con ninguna princesa urgida, ni con ningún hechicero creativo y eficiente. Esto es tu castigo, carnal, no el mío.
—Para empezar, me atropellaste. Recuerda. No te puedes ir así nada más, tiene que haber consecuencias. Y además, tú te metiste en mi limbo, yo no me metí en tu vida. Quiero que te quedes, y ya. Oye, ¿puedo tomar otra cerveza?
—Las que quieras. —Billy discretamente probó la puerta: no se abría. No estaba preocupado ahora. Estaba aterrorizado. El hippy controlaba todo su entorno, al parecer, al menos lo que estaba cerca de él.
Billy razonó. El tipo era buena onda, eso sí. Y seguramente las cervezas entrarían dentro del los términos del hechizo ya que con este joven, nada se acababa, nada cambiaba. Chelas interminables no estaría nada mal. ¿Pero durante toda la eternidad? Eso ya era mucho. Ni los riñones ni la vejiga aguantarían eso.
—Tu coche es muy cool, dude. ¿Modelo 1964, verdad? —El hippy interrumpió sus pensamientos.
—Sí, es un clásico. Me costó una fortuna restaurarlo.
—¿Clásico? Como crees, tiene 4 años que salió. Ah no, perdón, se me olvidó que algo de tiempo ha pasado allá afuera. Siempre quise un carro así.
Billy se quedó pensando. El aire silbaba, las llantas cantaban, el sol quemaba, el hippy tomaba.
Sin decir más, frenó. Aunque el carro no estaba avanzando, se levantó una nube enorme de polvo que lo envolvió por unos segundos. Se dirigió al hippy con una sonrisa inocua. —¿Quieres manejarlo?
—¡Por supuesto! Pero no te quiero perder, amigo, así que no te bajes del coche.
Billy se cruzó la palanca de velocidades y tomó el lugar del copiloto, mientras el hippy se bajó del auto y caminó como un zombi fumado en frente del Mustang. Justo cuando el hippy azotó su puerta, Billy discretamente probó la manija de la suya. Escuchó un leve clic, y la puerta se abrió tantito.
El hippy no se dio cuenta: estaba acariciando el volante en anticipación. Cuando pisó el acelerador, Billy abrió su puerta, se aventó del coche y cayó al desierto, justo al lado del Mustang. Las llantas rechinaban en sus oídos, pero el carro no avanzó. Era como si la carretera fuera una cinta de correr. Billy se puso de pie y corrió como jamás había corrido hacia el desierto. Esperaba en cualquier momento toparse con un muro invisible, o sentirse jalado por alguna fuerza irresistible, o encontrarse sentado otra vez al lado del exdifunto feliz, pero no sintió más que el aire sofocante del desierto contra sus mejillas y la mirada floja de los zopilotes nuevamente interesados.
Nada atlético, se quedó sin aliento a los tres cientos metros de distancia. Volteó hacía atrás y vi el Mustang justo donde lo había dejado, El hippy al volante se veía feliz: cerveza en mano, barba bailando con un aire que sólo él sentía. De repente una música sesentera emanó del carro y bailó por el desierto.
Por primera vez, el hippy vio a Billy. Levantó la cerveza y le gritó, —Brother, ¿qué haces? ¡Te estás perdiendo del mejor viaje de tu vida!
Billy no contestó. Solo le hizo el símbolo de la paz, y empezó a caminar, dejando atrás el Mustang y ese rincón olvidado del desierto donde seguramente un hippy sigue disfrutando su viaje en carretera.
Comments