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Síndrome de Estocolmo

  • Foto del escritor: Justin Jaquith
    Justin Jaquith
  • 7 abr 2021
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 4 oct 2023

Mi captor por fin duerme. Casi no respiro. Durante más de una hora, tal vez dos, he fingido estar dormido, esperando este momento, y no lo quiero arruinar. Sin moverme, recorro con ojos desesperados la habitación. El único foco apenas alumbra la puerta con su promesa inalcanzable de libertad. No estoy lejos, pero él estorba el paso, y cualquier ruido le alertará. No sé qué hacer.


Estoy en una casa particular, idéntica a cien mil más, escondida a plena vista en la anonimidad de esta ciudad. En otra parte de la vivienda está mi mujer, cautiva como yo. No puedo ir con ella. Estoy atrapado aquí, con él. A veces nos permite vernos, pero siempre está presente, y vigila todo con su mirada celosa. En frente de mí, suele acariciar su rostro con dedos gordos y torpes, palpar su cabello y mirar con deseo sus senos. Todo esto me enfurece, me enloquece, pero no hay nada que puedo hacer.


Llevo horas sentado aquí, esperando que el sueño se apodere del desgraciado. Se me han entumecido los brazos, las piernas. Mi columna arde. Si no cambio de posición, me voy a desmayar; pero si me muevo, se despertará, y me irá peor. La agonía no tiene fin. Sólo anhelo escaparme de esta sofocante habitación y reencontrarme con ella.


En el silencio fúnebre de la noche, resuena la música ridícula que mi captor insiste en escuchar, hora tras interminable hora. Melodías clásicas de piano y flauta, grotescamente tranquilas, que sólo sirven para burlarse de la violencia que sufro. En mi delirio de aislamiento y cansancio, me imagino en un circo donde Bach y Beethoven son los payasos. Ya no existe el mundo de afuera: solo la oscuridad, esta música incesante y los ronquidos ásperos de mi captor.


A penas recuerdo cómo llegué aquí, cómo terminamos mi esposa y yo en este limbo infernal de desvelos y torturas. En otra vida y otro mundo, estábamos felices, libres, descuidados. Fue eso lo que nos hizo caer en su trampa: el descuido. Muchos nos habían advertido del peligro, pero no les hicimos caso. Fuimos tan mensos, tan ingenuos, que abandonamos toda protección. De haber sabido de la tormenta que nos esperaba —este encierro que nos priva no solamente de la libertad y el sueño, sino de la dignidad humana— tal vez hubiéramos hecho las cosas de otra manera.


¿Tal vez? El pensamiento me sorprende. ¿Cómo que “tal vez”? He escuchado del síndrome de Estocolmo: cuando las víctimas se encariñan con sus abusadores. Siempre lo creía imposible. ¿Será esto lo que me mantiene aquí? No, es la imposibilidad de escaparme.


Respira lento y hondo ahora, y sé que está profundamente dormido. La puerta me llama; la promesa de libertad grita más fuerte que mi temor. Es ahora o nunca. Acomodo mis piernas para levantarme. Están tan entumecidas que no me obedecen, pero insisto, y poco a poco me pongo en pie. Tomo un paso, luego otro, pero de repente el piso rechina, y el sonido rebota en la habitación como el grito de un demonio encadenado. Me paralizo.


Mi captor se sacude, gime, frunce el ceño, pero no se despierta. Estoy a menos de un metro de él. Si abre sus ojos me verá, y todo se acabará. No me muevo; casi ni respiro. Soy una estatua durante diez minutos, quince, veinte, hasta que vuelve a entrar en un sueño tan rico que me da envidia.


Otra vez empieza a roncar. Son casi tiernos, sus ronquidos; y el sueño ha suavizado tanto su cara cruel y fría que casi no la reconozco. De repente sonríe un poco, y balbuceo algo incomprensible. ¿Con qué estará soñando?


¡No! Detengo el pensamiento. Es un monstruo, no un humano. Estoy aquí por él, y no hay lugar para la compasión.


El sueño me está ganando. Llevo días, tal vez semanas, sin dormir bien. No he comido desde hace ocho horas. El malvado no me lo permite. Su total falta de empatía provoca un repentino escalofrío. Todo esto es por su culpa.


Mis piernas están temblando. Con cuidado me siento en el piso traicionero. Me esperaré diez minutos más para estar seguro, y volveré a intentar. Soy fuerte, más fuerte que él, y mi mujer me espera. Los payasos pianistas me susurran, me arrullan. Esta música da tanto sueño...


De repente, abro mis ojos, y el sol me saluda por la ventana. Estoy en el piso todavía, mi almohada es un osito de peluche y tengo frío. Pero dormí como bebé, eso sí.


Escucho ruiditos de mi captor, y volteo para observarlo. Abre un ojito y me ve. Me sonríe, cachetón e inocente, y me extiende pequeños brazos. Lo levanto y juntos vamos a buscar a su mamá. Inicia un día más de este bello cautiverio.



©2021 Justin Jaquith

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©2021 Justin Jaquith

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