Pequeñas interrupciones
- Justin Jaquith

- 18 mar 2021
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 4 oct 2023
El canguro azul que brincaba con energía inagotable por fin descansa. Se encuentra ahora recostado sobre una cobija donde juegan unicornios y mariposas entre nubes de fieltro. Poco a poco los colores vívidos de la cobija se disuelven en matices de gris hasta que el canguro, fiel acompañante, duerme en paz, y la fauna de fieltro deja de moverse. Mientras tanto, en el piso, dos pantuflas elefantes, esponjosos centinelas, se preparan para su vigilia nocturna.
Entre las sombras, una bata grande de color café tabaco se despide del calzado elefantino y recorre en silencio el pasillo. Una puerta al final del pasillo, falto de aceite, se queja cuando recibe a la bata. El interior del cuarto es levemente pintado de oro por una lámpara, la única fuente de luz, que ocupa su lugar usual en el buró. Al lado del mueble, iluminada por los mismos rayos dorados, una cama ancha rebosa de cojines decorativos que presumen su carencia de función práctica, ociosamente ocupando espacio sobre un cobertor tan liso y sereno que podría ser una laguna de noche.
La luz se extiende sobre el buró, los cojines creídos y el mar cobertor, y llega por fin al sillón, minimalista en tela de gris acero, donde descansan dos pantuflas rosas acompañadas de un libro abierto. Las páginas pálidas del tomo se broncean, de par en par, bajo el calor de la lámpara. Ocho o tal vez diez páginas disfrutan de la luz, pero no más, porque la bata de pronto se acerca al sillón con cierto optimismo y expectativa. El libro deja de solearse y cae olvidado sobre el sillón.
La lámpara se vuelve anfitriona con la llegada de una visita al buró: una vela roja, ancha, aromática, más acostumbrada a la oscuridad de un cajón que al aire libre. La candela pronto entra en acción cuando una chispa la infunde con energía, y comienza a emitir una delgada pero creciente flama. Una columna casi invisible de humo empieza a hechizar el cuarto con su perfume. La lámpara, confiando que todo está en buenas manos, se retira, dejando encargado a su compañera más efímera y sentimental.
Desde otro rincón del cuarto, una bocina empieza a cantar lenta y suavemente. La vela parpadea al ritmo de la música, su luz titilante dibujando sombras en la pared. Estas figuras tenues esconden más de lo que revelan: aparecen sólo movimientos lentos, a veces una silueta, a veces dos, entrelazadas en un baile gris y gigantesco en dos dimensiones. Los movimientos son un perfecto reflejo de la bata marrón y las pantuflas rosáceas que se acercan, se rodean, se alejan, se acercan de nuevo.
Al lado de la vela, dos copas comparten espacio íntimo sobre el buró. El líquido amarillo pajizo que aguardan refracta y dispersa la luz, derramando sobre el mueble charcos dorados. Mientras las sombras recorren las paredes como fantasmas coquetos en una película muda, los charcos luminosos poco a poco disminuyen en tamaño hasta desaparecer por completo, y las copas entonces lucen cristalinas y vacías.
Riachuelos de magma fragante descienden de la vela, formando esculturas fantásticas sobre el buró mientras el humo sigue impregnando el cuarto con esencias de pétalos de rosa. El aire es ahora espeso y lento; su peso hace que el tiempo avance más lento y el mundo de afuera no exista. La bocina logra, con mucho esfuerzo, que sus canciones penetren la atmósfera, y sus ritmos, cada vez más insistentes, seducen la flama y las sombras con un poder primitivo, irresistible.
Se extienden los ríos de lava hasta desbordar el buró. De pronto, la vela ya no arroja sombras bailarinas en la pared. Apenas ilumina dos pantuflas rosas al lado de la cama, inmóviles, casi escondidas debajo de la bata de algodón azul que cayó sobre ellas. Los cojines presumidos se convierten en vagabundos súbitos es el piso, y el cobertor, aquel mar sereno, encrespa bajo la furia de algún huracán.
La vela, discreta, se enfoca en iluminar el techo, las paredes, las cortinas.
Resulta innecesario, sin embargo, que mantenga su discreción más que un instante. Un soplo repentino de aire asusta la vela y provoca que su flama crezca, mengüe, parpadee en pánico. Por encima de las notas dulces que entona la bocina, la puerta, rechinando, anuncia la aparición de la trompa de un pequeño elefante insomne. No sólo se asusta la vela, entonces: las sombras reaparecen frenéticas en la pared. La bata cobra vida, las pantuflas rosas también. Pronto, otro elefante hace pareja con el primero.
La vela abruptamente le cede su función de luminaria a la lámpara, sofocando de inmediato las sombras y sus secretos. El humo se esconde mortificado en los rincones del techo. La bocina no ha dejado de cantar, pero la luz artificial de la lámpara le roba todo encanto: es una canción al aire nada más.
De nuevo, la lámpara se retira, dejando que la oscuridad borre de vista al buró con sus copas traslúcidas y sus esculturas carmesí, a los cojines abandonados sobre el piso, al sillón con su libro solitario y a las paredes, pantallas apagadas. En el piso, dos elefantes esponjosos roncan junto a un par de pantuflas rosas, mientras el canguro se acurruca al lado de la bata. Y la bocina, resignada, cambia de género y empieza a arrullar a todos hasta que el canguro se duerma contento, y la bata y las pantuflas rosas se duerman frustradas, otra noche más.
©2021 Justin Jaquith

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