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El volcán

  • Foto del escritor: Justin Jaquith
    Justin Jaquith
  • 29 oct 2020
  • 4 Min. de lectura

Un día en la madrugada, el volcán apareció en nuestro jardín, y lo cobijamos en la casa, porque estaba muy solo e indefenso. Lo habíamos estado esperando, en teoría, mi esposa y yo; pero realmente no estábamos listos para recibirlo. ¿Quién se puede preparar para un volcán? Pero de eso nos dimos cuenta hasta después, cuando ya era demasiado tarde.


No era grande, pero el tamaño de un volcán importa mucho menos que su furia, y éste en particular, bajo la superficie boscosa de sus faldas diminutas, tenía escondida una pasión como del mismo sol. Provocaba temblores al azar, sin explicación y sin aviso; y cuando su rabia repentina se despertaba, llenaba el aire con chispas y nublaba los pasillos de la casa con humo caliente. Pero cuando estaba tranquilo, cuando sus erupciones cesaban, era la cosa más preciosa del mundo: sus bosques densos y vírgenes, las brisas de montaña acariciando prados que relucían cada mañana con un sereno mágico, su cráter coronado de nieve inocente y puro.


Nos encariñamos mucho con él, cosa que no puedo explicar, porque vino a cambiar todo nuestro mundo para bien y para mal al mismo tiempo. Sus humores volátiles y gustos cambiantes se adueñaron de nuestros días y, en especial, de nuestras noches. En algunas culturas, los volcanes son dioses: así parecía ser con nuestra montañita, tierna y terrible, hecha de derrumbes y piedra incandescente y caos. Si él era un dios, nosotros éramos sus sacerdotes. Nuestra existencia completa se dedicaba a satisfacer sus caprichos, adivinar sus intenciones, aplacar su ira.


Dentro de poco tiempo, el volcán creció, y empezó a moverse por si mismo. Antes se quedaba donde lo dejábamos; ahora andaba incansable y curioso por la casa, desde al amanecer al atardecer, dejando atrás una estela impresionante de destrucción, cosa que se tenía que ver para creer. Día y noche limpiábamos la ceniza que empolvaba el piso, recogíamos los pedacitos de lava que poco a poco fueron destruyendo los muebles, los muros, el jardín, el carro. Él era volcán, y nuestra casa su Pompeya.


Por fin legó el día cuando nos tocó llevarlo al Centro de Capacitación Oficial para Volcanes Pequeños. ¡Cuánta emoción, cuánto miedo, qué nervios! ¿Sabrían cuidarlo como nosotros? ¿Entenderían sus necesidades, sus debilidades, sus talentos? Nos parecía imposible, un riesgo demasiado grande. Al mismo tiempo —no miento— nos emocionaba la idea de tener un descanso merecido en casa, de escuchar otra vez solo el silencio, de ser pareja y no cuidadores de una bola explosiva de fuego, aunque fuera por unas pocas horas.


Lo quisimos dejar en la puerta, pero se percató de nuestras intenciones, y su aspecto cambió. En dos segundos, nubes negras cubrieron su cima, y rayos empezaron a volar por sus faldas como flechas de muerte. De su interior salió una erupción de lava como nunca habíamos visto, al grado que la tierra en sus faldas se volvió lodo, y el lodo se derrumbó, y el derrumbe amenazó con sepultarnos vivos.


Tardamos horas en tranquilizarlo, en consolarlo, en convencerlo que aquí iba a encontrar a otros volcanes que podían ser sus amigos. Aceptó, por fin, cuando le prometimos comprar el mundo completo, si solo dejaba de esparcir lava y ceniza por todos lados.


Pasaron los días, los meses, los años. Seguía creciendo. Ya no era un volcancito, sino todo un pico majestuoso, imponente, independiente. Su fuerza impresionaba, y sus erupciones también. Se enojaba muchas veces por razones que no entendíamos, con resultados espectaculares y temibles. Lanzaba piedras calientes a kilómetros de distancia, y expulsaba fumarolas de ceniza que oscurecían el cielo, provocando tormentas eléctricas, incendios, granizadas, aún tornados. Tardábamos días en limpiar la destrucción que dejaba atrás.


Sin embargo, lo queríamos mucho, y él a nosotros. Descubrimos que el cariño se puede expresar con furia, y que la destrucción es parte del amor. Que un volcán apasionado cambia la vida para siempre, para bien y para mal; pero más para bien que para mal. Mucho más. Entendimos que la pasión es precisamente lo que se busca, y lo que se tiene que proteger y desarrollar, y lo que al final se tiene que soltar, porque el mundo necesita más volcanes apasionados.


Un día llegó a la casa con una montaña a su lado, y nos la presentó con un tono y una mirada que nunca habíamos visto. Ella era alta como él, pero menos explosiva (¡qué alivio!) y cubierta de nieve. Miramos, con el tiempo, como los dos se volvieron inseparables, y nosotros, olvidados. Es imposible domesticar a un volcán, habíamos dicho siempre; pero ella en unos cuantos meses logró lo imposible con él, y era obvio que sus vidas ya iban por otro rumbo.


Nos quedamos solos. El silencio de la casa era extraña, desconcertante, aburrida. La condición impecable de muebles y muros, pisos y jardín, no nos agradaba como habíamos pensado. Hacía falta algo de caos en la vida, un poco de pasión desbordante y destrucción andante.


Un día, nuestro volcán y su pareja llegaron de visita a la casa con una sorpresa en brazos. Otro pequeño volcán, una bola viva de fuego y furia. Se notaba en su cara una expresión que reconocimos inmediatamente: amor absoluto, mezclado con un desvelo total.


Ahora, nos lo prestan muy seguido, y nosotros encantados. La pasión —y la destrucción— son parte familiar de la vida. Una vez más, capas de ceniza cubren la casa, y lava quema los muebles, y explosiones ruidosas interrumpen nuestra vida de pareja.


Pero ahora, sonreímos nada más, y disfrutamos cada momento; y cuando nos cansamos del caos, o cuando las erupciones se salen de control, simplemente lo mandamos a su casa, porque no es nuestro volcán.

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