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El indeciso

  • Foto del escritor: Justin Jaquith
    Justin Jaquith
  • 7 oct 2020
  • 4 Min. de lectura

El elevador del hospital abrió su boca metálica y me vi salir de su garganta. Qué extraña sensación, observarme así, como a un tercero. Me puse a un lado para dejarle pasar (bueno, para dejarme pasar), pero el otro yo se detuvo cuando me vio.


—Muy genial todo esto, —comentó sarcásticamente—. Demasiado divertido. Vámonos, a ver qué pasa ahora.


—Tranquilo, sólo hay que ser inteligente, —respondí, —y no exagerar. Encontraremos una salida.


El cinismo patente en su mirada fue respuesta suficiente. No estaba de buen humor.


Era de mi edad, por supuesto: treinta años. Llevaba puesta la ropa que yo también usaba, pantalón de mezclilla, playera negra, tenis desgastados. Portaba una caja pequeña de cartón bajo el brazo. Empezó a recorrer los pasillos del hospital con prisa, su rostro tenso y preocupado, yo dos metros atrás.


Siempre tan estresado, pensé, y yo tan racional. Le seguí por las entrañas del hospital. Terminamos en un corredor abandonado y poco iluminado, donde el yo que seguía pasó por una puerta sin letrero, yo siguiéndole como una sombra a una persona, o los pensamientos a las emociones.


Nos encontramos dentro de un cuarto de laboratorio. Prendió la luz y miré a nuestro alrededor. Mesas de trabajo estaban cubiertas de tubos de ensayo, probetas y pipetas en total desorden. En una mesa, vi un estuche con varios escalpelos, uno de ellos manchado con lo que parecía ser sangre seca. En otra mesa, un microscopio doble ocular nos miraba, su cuerpo metálico rodeado por placas de Petri en diversas etapas de crecimiento. En medio del cuarto, había una camilla con un cuerpo humano, vivo o muerto, no me sabría decir, debajo de una sábana sucia. Alcancé a ver un par de tenis viejos en los pies que salían de la tela.


Con ceño fruncido y un par de palabrotas, mi gemelo se acercó a la camilla y destapó la cara del cuerpo. Estábamos mirando los ojos vivos pero vacantes de nosotros mismos, de un tercer yo. Ya éramos tres, una trinidad fragmentada.


—Diablos, —refunfuñó el yo enojado,— no lo quiero ni ver. Qué espécimen tan imbécil, tan inútil.


—No es cierto, —le dije con voz tranquilizante, como si estuviera razonando con un niño pequeño.— Mira, sé que esto es difícil, pero hay que resolverlo lógicamente.


De repente escuchamos pisadas en el pasillo afuera. Luego la puerta abrió, y entró, como un reflejo emergiendo de un espejo, otro yo, otro nosotros. Una bata de laboratorio cubría su uniforme ya esperada de mezclilla, playera y tenis.


Qué confuso esto, pensé. Me sentía como en un laberinto de espejos: imágenes mías regadas por todos lados, conectadas, pero moviéndose en diferentes direcciones. Me estaba mareando, tanto movimiento me dificultaba el razonamiento.


—¡Amigos! ¡Qué gustazo! —El nuevo integrante nos habló sonriendo, su alegría ruidosa contrastando con el entorno de manera brutal.


—Vete al diablo, —gruñó nuestro reflejo, mientras dejaba caer la sábana sobre el compañero dormido con cierta repugnancia, como alguien que vuelve a tapar alguna comida echada a perder que encontró en el refrigerador.


El yo recién llegado no le hizo caso, solo miró la caja que cargaba. —¡Súper! Qué bueno que la trajiste. ¿Me la prestas, por favor?


Nos dirigió la palabra a todos. —Amigos, como se han dado cuenta, mi gran experimento de laboratorio no resultó exactamente como esperaba, y nos encontramos así, una personalidad hecha pedazos. ¡Pero no pasa nada! Incluso estoy emocionado. Les quisiera abrazar a todos.


El otro yo tenía los brazos cruzado. —Y yo te quisiera matar. Pero ninguno de los dos vamos a poder obtener nuestro deseo.


Nada disuadido, el yo optimista abrió la caja y sacó tres frascos de vidrio: uno color café, otro verde, otro rojo.


—Para resolver nuestro dilema, tengo aquí varias opciones, y todas me parecen muy buenas.


—Todo te parece muy bueno, por eso estamos como estamos, —interrumpió el compañero.


No le hizo caso, y continuó. —El café, es un suero que nos volvería a unir en una persona. El verde, nos separaría por completo en cuatro personas distintas. Y el rojo… pues no recuerdo bien, pero seguramente es algo bueno. Solo que el vendedor de Amazón fue muy claro, hay que usar un frasco nada más, o nos moriremos en agonía lenta y cruel. —Se rio como si lo que decía era lo más gracioso que había escuchado.


—¿Es neta? —ahora me tocó objetar.— ¿Los conseguiste en linea? No me parece muy seguro eso…


—Pues leí las reseñas, muy positivas todas, y su foto de perfil me agradó mucho. Me parece todo un tipazo. ¿Qué es lo peor que podría suceder?

El yo gruñón levantó la mano. —Bueno, el frasco café que se supone que nos volverá a unir, ¿qué tal si nos revuelve por completo y terminamos siendo otro yo, alguien completamente diferente? Es cierto que odio quién soy, pero cambiarme sería peor. Más vale malo conocido que mas malo por conocer. ¿Y el frasco verde, el que dices que nos separará? Peor aún, porque si ni a mi me aguanto, ¿cómo voy a soportar a cuatro veces yo? Y el frasco rojo, ni se diga, tragar algo sin saber qué es, me parece el colmo de la estupidez.


—Al evaluarlo, concuerdo con tu resumen, si no con el pesimismo, —comenté.— Esta decisión sí es difícil.


Un ronquido de la camilla fue la única contribución del yo inconsciente. El tipo con la bata ya estaba insertando una jeringa en un frasco al azar, como si le valían las consecuencias. El de brazos cruzados y ceño fruncido estaba mirando la puerta, evaluando si era mejor huir o esconderse. Y yo, lógicamente, paralizado entre opciones que presentaban sus propias pros y contras, beneficios y riesgos.


Pasaron las horas, y luego los días, pero de ahí nunca logramos salir. Porque lo más difícil de todo es ponerse de acuerdo con uno mismo.

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