Cuento al aire
- Justin Jaquith
- 14 jul 2020
- 2 Min. de lectura
Respiro el aire transparente, aire que despierta mis sentidos, aire que me da vida. Espero el jalón de siempre y el silencio que lo seguirá, pero el silbato del viento en mis oídos ahora es un huracán, y mi corazón tictaquea como bomba de tiempo, y entiendo suspendido en el espacio mientras el aire me hace su marioneta que en un instante todo ha cambiado.
Respiro el aire ilusivo, aire que siempre prometía cuidarme, aire que nunca me mentiría. Esto es una broma nada más, luego se convertirá en anécdota para reírnos porque las pesadillas se temen pero nunca se cumplen. He hecho esto decenas de veces, soy experto, y estas cosas no les pasan a los expertos. Solo se trabó alguna cuerdecita, alguna palanquita, cosa sencilla que solita se arreglará; mientras el aire grita en mi cara y bofetea mis cachetes como quien intenta lograr que un borracho responda.
Respiro el aire traicionero, aire que da solo para quitar, aire que me enfurece con su crueldad. Mi fuerza y mi mente son impotentes antes el viento, y la realización me detona. La rabia corre rojiza por mis venas y desesperado grito al vacío. Nunca he sentido tanta furia, y nunca he sido tan incapaz de actuar ante la furia. Estoy cayendo entre dos mundos y ninguno responde a mis aullidos, ni el suelo que me recibe ni el aire que me despide como un juez a un asesino condenado a la muerte.
Respiro el aire espectador, aire que me observa sin ayudar, aire que me deja caer sin ofrecer remedios. Esto es injusto y las injusticias se arreglan; la vida es mi derecho y los derechos se reclaman. Quisiera luchar, pero ya intenté todo: jalar el primer cordón, maldecir, jalar el segundo, orar, volver a jalar los cordones hasta romperlos, llorar. Quisiera negociar, quisiera llegar a algún acuerdo, pero no se puede, y la tierra irresistible me llama mientras el aire indiferente me observa como un león que por aburrimiento sofoca a una hormiga bajo su pata.
Respiro el aire fúnebre, aire que saca lágrimas, aire que anuncia mi mortandad. La tristeza pesa toneladas; me hunde más rápido que la gravedad. Dicen que al enfrentar la muerte, uno ve pasar la vida ante los ojos; pero yo veo pasar el futuro que no tendré: mi nena de seis años, caminando vestida de blanco al altar; mi hijo de diez, celebrando entre baile y brindis terminar su carrera; mi esposa, hecha cada día más bella por la edad, disfrutando sola las travesuras de los nietos, contándoles del abuelo que ojalá hubieran conocido, pero el aire nos lo llevó como papel en el viento.
Respiro el aire transparente, aire que me enseña y me confunde, aire que no tiene la culpa ni tiene la solución. Me resigno, ¿qué mas puedo hacer? No me puedo quejar. La muerte no es derrota; el haber vivido es victoria. Debo enfrentar ambos con dignidad y orgullo, mientras el aire me mesa y me abraza, me canta y me consuela, me arrulla y me lleva a descansar en paz.
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