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Las olas

  • Foto del escritor: Justin Jaquith
    Justin Jaquith
  • 12 feb 2020
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: 14 dic 2021

Salió de madrugada. Solo y en silencio, navegó las carreteras, las subidas y bajadas, las curvas serpentinas, sin detenerse. Su destino era una playa desolada donde iba a acampar, lejos del ruido de la civilización, sin rastro humano. Solía hacer esto. Siempre que podía, se escapaba del caos de la ciudad para relajarse un fin de semana, con tienda de campaña y hamaca, al lado de las olas diáfanas que parecían expandir y contraer con la misma regularidad que su pecho.


Estaba consciente de los peligros. Había escuchado de asaltos en ciertos tramos de la carretera, y las curvas bordeaban precipicios que impresionaban tanto por sus vistas como por su riesgo; más porque, a lo largo de los años, los temblores y los desprendimientos de rocas en la región habían dejado el pavimento como una capa de hielo en un lago primaveral: frágil, agrietado, a punto de dejar caer al que se atrevía acercase a la orilla. Pero él era un experto viajero, cuidadoso y prevenido; iba de día, y llevaba agua, refacciones y llanta de repuesta, y una pistola a parte.


Dejó la carretera y recorrió kilómetros de terracería, hasta que los pueblos y sus campos fueron borrados por una selva virgen. Cuando por fin llegó al mar, el sol ya amenazaba con esconderse en un halo de nube y neblina en el horizonte. El hombre puso su tienda como un especialista.

Sabía defenderse de todo, con tal de disfrutar esas olas tranquilizadoras. Revisó cuidadosamente la leña que recolectaba, quitando de ella uno que otro alacrán. Puso cuerdas adicionales por si una tormenta inesperada le azotara. Y portaba siempre su arma por cualquier intruso —animal o humano— que llegara a amenazarlo.


Por la hora, pospuso el relajamiento de la playa para el siguiente día. Las olas le acompañarían en la noche, por lo menos. Se acomodó en su bolsa de sleeping y se quedó inconsciente, dormido, confiado en sus preparativos contra todo peligro de arena o tierra o cielo.


En la noche, tembló. Un temblor leve, que no le despertó; pero despertó al mar, la única frontera indefensa. Una ola creció, casi imperceptible, más terrible aún por su sutileza. Una ola que no subía y bajaba, sino solo subía. Una ola que ya no era confortador, sino arlequín burlador; que ya no relajaba, sino arrastraba, hundía, borraba. Una ola que después desapareció sin huella, dejando para el sol matutino una playa virgen, sin rastro humano.

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